Ahí afuera llueve a mares. Litros y litros de agua que se pierden entre las juntas de las baldosas, los adoquines, el asfalto, la ropa de la gente, los paraguas... Hace frío, y la gente se guarece bajo capas de ropa que esconden cualquier resquicio de humanidad. Y es extraño.
No hablo de sentir frío por las bajas temperaturas, ni de temblar por un escalofrío inoportuno. No hablo de gorros de lana ni de abrigos enormes adornados con bufandas. No pretendo hablar de eso.
Hablo del frío de la ausencia. Del calor que desprenden dos cuerpos unidos que comparten algún tipo de sentimiento que tan sólo ellos conocen. Hablo de cubrirse con la piel, cuando el resto del mundo huye de la húmeda e indeseable lluvia. Hablo de los momentos a solas que jamás deben ser compartidos.
Es extraño, sí, extraño el hecho de ausentarse de todo, tan sólo por unos labios, una mirada, un suspiro... Que alrededor todo se mueva, y en un pequeño espacio se detenga el tiempo, a causa de una caricia que eriza hasta la más ínfima capa de piel. Que el olor que se desprende no sea el de la tormenta, sino el de un torbellino de emociones entrelazadas, causantes de más de una sonrisa.
Es extraño, creedme, cuando, a pesar de nuestras ansias de control, en esos momentos llamemos a voces al descontrol más absoluto y ciego, a los deseos más primarios y escondidos, fundidos con un toque de dulzura proveniente de unos labios pecadores. Pero en contraposición, no resulta tan extraña la idea de la repetición cuando estamos hablando de nosotros.
Afuera llueve, pero es aquí dentro donde nos mojamos.
M.L.